domingo, 27 de diciembre de 2009

garabato representativo...

Garabato helicoide a través de una membrana estructural, como una suerte de espiral alegre, un punto de fuga libertino en la nota esquemática del cuaderno de latín, lo cual deviene de un carnaval multicolor en el librero, la guitarra que sostiene el diccionario, y dos macetas, helecho y nopalillo, donde hubo alguna vez un escritorio. Ya no se diga del óleo yuxtapuesto a la cama, el tapiz florido de los muros —afiches, postales, recuerdos—, seguido del rincón libertario donde un archivo de fanzines y volantes insurrectos efervece opciones revolucionarias. Así resulta lógico la fiel reproducción resguardada en la mochila, y peor aún, que el referente sea la psique, por lo cual, a la luz de un modelo aristotélico, toda expresión será proporcional al mandelbrot multifacético que constituye un interior.

Semejante trazo de espejos resulta un peligro para todo anhelo de especialización o profesionalismo, en apariencia, claro está, pues para cualquier espíritu que se precie de amplitud, tal escenario es fidedigna imagen del que nacido libre en potencia armoniza en sí el deseo con la técnica.

A este espécimen autóctono del mundo donde nace el lenguaje, suelen algunos llamarle escritor, otros saltimbanqui. Se desconfía de él mientras habita su cuerpo y luego, como una suerte de disculpa academicista, se le incluye en la Historia de las rocas, según la media cualitativa de sus producciones. Si abundan letras se le asigna presupuesto editorial, si trazos, un copirrait para controles litográficos, y si de ecléctico es imposible clasificar su legado, se le asigna una calle cualquiera, quizá cerquita de donde murió, pues sólo ahí lo conocieron mientras respiraba.

viernes, 4 de diciembre de 2009

DIURNOS

Aún no puedo comprender el complejo de almirante de mi gata que cual ave de pirata cojo, escala desde el suelo para posar en mi hombro. Creo que el agua le disgusta poco y que prefiere dormir boca arriba. Quizá sea que el oceano la atrae desde lejos, a fin de cuentas es carmelita.

Todo empezó con la muerte de la abuela a diez cuadras del mar donde agonizó durante dos menguantes sin poder mirar las olas. Esperaba a su último hijo vivo, favorito quizá desde niño cuando ni entonces se dejaba mandar. Digamos que era demasíado consecuente como para reprocharle algo. El hijo llegó y al salir por el cura que habría de darle su última indulgencia, murió la madre a las ochenta y ocho, número que no es del diablo pero que lo mismo resulta atractivo. La gata había nacido quizá unas semanas atrás esperando en su jaula la liberación y yo, gustosa de hablar con los muertos aunque nunca pueda verlos, esperaba la rebelación de una nueva reveldía.

El menguante anterior había sido trágico para muchos. No se diga más de la muerte en serie como expresión del genocidio de una sociedad inconsciente: violencia de género, vindicaciones del comercio de la droga, avionazos, puñaladas, cánceres, y lo que se le ocurra. Genocidio de despidos en la ciudad, vaya lucha para el sindicalismo menguante así mismo, y por si fuera poco, la muerte de dos madres: la de él y la patria entera.

Por fortuna los rituales son siempre producto de la sabiduría especulativa y no pocos ya esperaban los tormentos. Podría decirse que un adiestramiento colmado de eventualidades los tenía bien curtidos a todos y más los curtió a su paso como a la piel de la abuela el sol y las mareas. La familia llegó a cuenta gotas, unos previamente y el tatuaje mariposa en el pecho, un día después de su muerte. Probablemente a ella ni la esperaba en el entierro. La caja fue rentada e incluía un bello altar de focos cirios y una cruz que removieron con cautela de sus rígidas manos al llevarla al crematorio. Por fortuna llegaron los nietos y alcazaron al verla cuando abría los ojos y las boca desde el ataúd y aquellas bolitas de papel insertadas en su fosas nasales comenzaban a dilatarse. El tío preguntó si no sería que le faltaba aire.

Ella quería ser ceniza con su esposo guardadita en una urna de la iglesia; ahí ella fue victoriosa en tanto que él prefería que lo esparcieran en la nieve o en las aguas. De modo que la llevaron al crematorio sin suponer que al regresar por ella abrirían las compuertas del horno y olerían el calcio calcinado de su madre. Ya había elaborado el hijo, dos horas antes al narrar la experiencia de un hombre tocado por un rayo, la expresión de un humano achicharrado. Para todos la explicación resultó por lo demás coincidente.

La pusieron entre flores en una cómoda del comedor que recorrieron varias charlas, camarones y cerveza. Un festejo por la vida y una gata que esperaba rumbo imitando a la abuela. Resulta probable que en algún momento la abuela haya caído en la gata y ahora viva en la Ciudad de México muriéndose de frío. Ya le prometí que nos cambiamos de casa pronto para asolearnos desde la cama y le pedí que no me asuste a los amantes. Creo que tenemos un pacto.

He notado que su ojo derecho lagrimea, quizá llorará por siempre y se hará de un buen parche, bóveda de un tormento eterno, una edípica pérdida del ojo como el saldo de un combate melancólico; quizá sea simplemente conjuntivitis. Ya noté que tiene frío y necesita un cuerpo vivo para hervir su sangre. Ya le comenté que no acostumbro dormir sola siempre y que si lo acepta vendrán buenas noches.

Yo ya sabía que sería truculenta esta nueva jornada y que si mueren los seres queridos es porque los vivos necesitan más aire. Lo había comprendido al estudiar los átomos, sobre todo porque el químico tuvo a bien, explicarnos la cuestión en términos amorosos. La gata apenas sobrevive y es que en esta casa somos tres y los rayos no calientan el suelo. De modo que peleamos el calor del sitio y encontramos en cualquier otra figura o argumento, una pugna por el aire que reside en este rumbo.

Yo me muevo para pronto: lo pide la gata, lo pide el honor y además una suerte de revolución que emprenderé el mes que viene. Ya me han dicho que nada cambia pero yo le creo a Mercedes Sosa y nunca me van a convencer de que ame al estatismo. Ya lo decían los horóscopos politeístas, tanto él como yo requerimos acto en mano, de modo que aquí no podremos calentar el aire. Somos aves, respiramos viento y econtramos en la atmósfera viniles de infancia, somos niños por discernimiento atópico: La abuela, la gata y él que ahora puebla la mirada de Carmela y se aparece como sombra que quizá resulte cuerpo.

La noche es larga y dormiré con ellas que encuentran en mi regazo el refugio de un amor en estado de feto. Ya sabía yo que andarme sintiendo muy fértil recae en los hechos de manera sorprendente y que gracias al dispositivo llegará solamente a cygoto. Por lo pronto disfrutemos de la sangre que renueva la fauna de este reino con la muerte, ahí viene la revolución y se requiere un macho, una mascota y un recuerdo por el cual volar más alto.

....



Hasta ahora la gata no ha cumplido el pacto y la huelga está lejos de ser factible. Quizá no le di de comer suficiente a pesar de las frituras y los hongos que tuve a bien compartir con ella, quizá la huelga funciona cuando la lucha es de todos y en este momento no pocos se han dedicado a apropiarse de ella.

Desde que la conocí me dijeron que era quisquillosa para la comida lo cual me hace preguntarme porqué no dejó ni un trocito de hongo en su plato y porqué esa mañana lamió un cheto hasta pulverizarlo...

martes, 11 de noviembre de 2008

Oníricos I

Un hocico se mecía en el ungüento de una res que se deformaba en el Tártaro del sueño de un poderoso triturador de tenedores. Y todo por que delante de una señorita el pene de un caballero melodioso tiraba escupitajos nebulosos de enfermedades. Porque antes de encontrarse en la esquina de sus ilusiones a esta señorita ingenua de sesenta años, su esposa de veinte lo dejó por ser un brusco poseedor de vaginas. No es cosa pervertida hablar de las nalgas en la iglesia, pero las leyes sobrepasan a la naturaleza en la superficie de nuestros prejuicios. El asunto es que este triturador de tenedores, osease un fundidor de hierro, conoció a esta señorita anciana varias horas después de los gritos del melodioso. Era de esperarse que la señorita tuviera que ir a la lavandería, pues ella no lavaba su vestido de terciopelo morado a mano por la artritis, y que mientras esperaba se sentara en la banqueta a fumarse su recuerdo y este triturador de tenedores, cuyo negocio estaba a un costado de la casa de las lavadoras, olfateara el despojo de un coito en los cabellos azules de la anciana, y el falo del triturador se erectara tan alto, o tan horizontal según prefieran pensarse las dimensiones, que rozara el hombro de la ingenua inventando mil historias en los líquidos espesos de su vagina. El vestido estaría impío dos horas después por lo que se fundieron, además de 100 tenedores de la reina, varilla y horno en 5 minutos de potencia de sudores. La anciana tomó un café enfrente de la lavandería después del acto. En la noche, después de haber ordeñado su vaca, el triturador soñó en un hocico que se mecía en el ungüento de una res que se deformaba en el Tártaro, mientras el melodioso soñaba en una anciana de vestido morado de terciopelo que era la madre soñada de una débil de veinte que había conocido esa tarde en la imaginación de una lavandera al pasar a dejar los cubiertos de la reina con el triturador de tenedores.

Bachai

¿Qué dirá el coro cuando seamos adultos? ¿Qué aullido vendrá?

Ya se les ve rugir por las avenidas, se les ve llorar de entusiasmo y reír de terror. Se les ve con el ojo atento, la mirada perspicaz, la percepción entera; se les reconoce con el dedo histórico: éste sabe que han venido a repetir un mensaje. Los vidrios de los aparadores recogen las sombras, reflejándolas. Detrás, en las cafeterías, oscila el negro y trepida la loza. Bajo las mesas, los casquillos rotulares traquetean. El ojo de los ciudadanos también las irradia, las reproduce en un temor distinto, las traslada a un terror que las obliga a mantener los talones sobre el piso, presionando para no volar. La nueva habla una queja. En las cajas registradoras tambalean los metales, temen ser fundidos de nuevo; los periódicos, cuyos nombres son ilegibles mas no sus intenciones, ondean, sus esquinas son dobladas por las manos agrietadas de quienes creen en ellos, sus imágenes se regodean entre sí, coherentes en su tinta. Ruedan los fragmentos rebeldes de concreto, las siguen; al tocar las plantas de sus pies, comprenden su razón, las aman, se refugian en sus uñas. Los muros de las fachadas imprimen también su paso, se identifican en su deterioro; sobre puestas a las letras urbanas, se lee su palabra entre líneas. Trabajan su misterio para ser escuchadas sólo por quién merece tal destino. Los oídos peludos las retienen en sus bellos, su cerilla moldea la exhortación: él también está cansado, y guarda en sus lóbulos, una intención que no logra escuchar con precisión; pero los saben sus labios que muerde. ¿Dónde fluye el silencio? Que dios vendrá en él a labrarnos inmóviles?

De caballeros y caballerizas

Apenas existió una mesa redonda, los caballeros tallaron sus arcos a barrigazos y salivas, mástiles de cebada, puños retóricos, a talones pedestres y lanzas por encima de sus crines. Relinchando usurparon la dicha y una vez que conquistaron el sueño, su forma en poliedro devino.
Ahora en los autobuses relinchan los asientos y tintinean espuelas de tornillos con cabezas rajadas, perturbados, como sus jinetes. Ahí una madre ordena a sus pequeños se recuesten frente a ella sobre dos potrillos; y con ejemplar maestría se montan en el equino moderno: pierna sobre pierna, los brazos acariciando las herraduras, el respaldo del ecuestre bajo una ventana y un anuncio: “la mejor educación para tus hijos”. Una mano mima a la bebita recostada sobre la silla de junto; sus hijos domeñan a la bestia frente a ella, analfabeta por evasión. Entre tanto una maleta choca contra el pie de la dama, como a un mula la lleva un mimo, aun maquillado. Ora un llanero estornuda, otro sonríe y el sujeto polvorón dibuja una sonrisa invertida en su rostro: porta un diamante bajo las pestañas, rocío de remembranza. La bebita llora, y el conductor es mudo; y el vagabundo a bordo, con hollín en las uñas y calcio en la lengua que sólo ha servido para mal decir, no deja de balbucear y rascarse el cráneo. La noche está quieta, impera azul cobalto y yacen pecas de cal, esos ciegos ancestrales que ignoran el ritmo de nuestros roces.
Como el anuncio, la mesa redonda tildó su carácter. La madera henchida por la humedad y el tiempo, el pegamento disuelto por el sopor de mediodía, la superficie tatuada por navajas, dagas y escupideras, y la traza de una llave. Es el mudo detrimento. Es la ceguera proveedora de encanto a los párpados sosegados por la gris escala del concreto y los cromos moribundos. La sordera de estalagmitas que han sido talladas, como la curvatura de la mesa. Caballeros de un acordeón que aúlla, chirriante contra la luna, como el madero que lija un carpintero, atrás adelante, un lado, el otro; monótono, como la barriga del sir que besa la mesa y la espuela que graba al potrillo, se impone el silencio.
Se camina tallando las sienes de un núcleo que respira, domando poros, asfixiando el etéreo canto de sus aires, ajando la tierra; laja para el escultor de su tragedia, laja de ríos subterráneos que la belleza atesoran. Cegados por el sol, encandilados por su tierna persistencia, el suelo se torna una mota difusa y el paisaje se bosqueja de engranes pétreos, de sembradíos sobre el misterio de la sombra; los mismos que cosecha la usanza, indiferente al tomar para sí los frutos majados. Ofuscado por la maravilla, acaece el hombre en el hábito de pisar suelo pisado, tallar la mesa, habitar láminas sobre ruedas; caballeriza que se monta por las noches con la espalda corva, la mugre entre pliegues, las suelas atestadas de memoria y la calva rancia de luz. La misma caballeriza donde cabalgan las testas y rastrean al amanecer una cava repleta de manjares.


SETENTA Y TRES

Sí, pero quién nos contara del fuego vivo, del fuego natural que corre en el punto más frío del universo, saliendo d una concha a otra, nadando de la ventana al árbol, del fuego siempre siendo que nos tiene las piedras calientes y acecha en las cloacas más heladas, cómo haremos para bañarnos en su calor quemadura amarga que nunca perece, que vive para abolir el tiempo y la memoria, que alienta a las sustancias volátiles que nos vuelven inmortales, y que nos besará la conciencia suavemente hasta calcinarnos. Entonces es mejor conciliar como las hormigas y las orquídeas, arrastrarnos en la tierra y sus ramas muertas, con los rostros incandescentes y enérgicos que nos brillan en el cedazo nocturno aleteando para alumbrar a otro planeta. Ardiendo así sin pacto, fundiéndonos en la quemadura primaria que sigue como el sueño en las neuronas, ser el ritmo de una llama en esta noche de piedra permanente, detenernos en las tardes de nuestra historia con la necesidad de la materia en su fluir vegetal.
Cuántas veces me respondo que esto no es más que escritura, porque siempre patinamos en el engaño entre teorías psicológicas y leyes de gravedad. Pero preguntarse si podremos fundirnos en el más acá de la cultura o si es más fácil aceptar su alegre vaivén, ¿No será otra vez cultura? Revoluciones, contrarreformas, temores, modas pasadas, todos los totales: el porqué del apareamiento de las liebres, el tiempo de traslación de los planetas, el comportamiento de la transpolación magnética, las teorías atómicas, los mitos griegos, qué columpio de verdades, qué ficciones de Best séller con abismos en trajes de payaso y hoyos negros descansando en pulquerías. La simple idea de libertad se muere en sí misma la ser pensada. Para que te digo que si, si no... Parecería que la libertad no puede pesarse en la báscula del equilibrio, que su cotejo la empobrece, la esclaviza, la transforma en atadura. Entre el vapor y el hielo ¿Se pueden contar los segundos? Entre el sí y el no ¿Minutos quizá? Todo es ficción, es narración. ¿Pero de qué nos tranquiliza la fe en el éxito profesional? Nuestra verdad sólo puede ser ficción, la verdad tendría que estar en algo vivo, en algo no inventado, una araña, un pescado, una piedra, un tronco, una rama, una uña, todas las cosas que ya existen prefabricadas en la naturaleza. Todo lo demás, ficciones, la sociología, un cuento, la historia, una fábula, los mitos, el espejo del funcionamiento de nuestras neuronas. En uno de sus escritos, Lorenza Franco, habla de cómo un citadino visitando África observaba a las hormigas Tifu haciendo su camino mientras lo recorrían. Las veía entrar en sus nidos mientras lo cavaban, las recordaba y lloraba. El recuerdo fue al principio envidia, luego incógnita, ansiedad de la conciencia, ridiculización de las decisiones, conversación de café, motivo de reflexiones, finalmente tranquilidad del manar, la paz, las hormigas Tifu fueron la paz, nadie podía pasar por la vereda sin observar por encima sus caminos y sentir que eran la vida. El citadino murió en el abrazo de una boa y las hormigas siguieron con lo suyo. Un conocido observa aún a las hormigas Tifu en su caminar constante, las ve detenidamente hasta que pasa alguien más y escondiendo su asombro continúa su camino. Lorenza pensaba que las hormigas debían ser el ejemplo de algo más, de Dios o algo por el estilo. Solución demasiado obvia. Pero quizá en los simple está la respuesta, quizá el error estuviera en que no aceptamos que esas hormigas eran hormigas porque la naturaleza así las hizo. Un niño toma una hormiga pequeña y lo convierte en su postre porque sabe a chile con limón. Probablemente el citadino era un imbécil pero podía comprender que en el fluir están las respuestas. De las hormigas a una hoja, de la hoja a una estrella...¿Por qué ignorar a las abejas y su panal geométrico? Se puede ser libre si se ignora la culturización de la materia y sus formas.
Así es como el DF. nos destruye lentamente, exquisitamente entre coches viejos e importaciones extranjeras con instrucciones en inglés, sin el fuego natural que corre por la noche evaporándose en las calles transitadas. Nos quema un fuego artificial, un brillante cuento, una herramienta de la especie, una ciudad que es la Gran Hormiga, la horrible imitación con su camino ya hecho por donde transitan las patrullas, sirenas de tortura como astillas, prisa en una cárcel atestada de palomas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabulosa ciudad de la esperanza, alto desafío de los mexicas. Nadie nos contará del fuego vivo, del fuego natural que camina por las tardes por la Alameda Central y la Plaza de la Ciudadela. Sin salida, enjaulados, elegimos por cultura la pésima imitación de la Gran Hormiga, nos inclinamos sobre ella, entramos en ella, volvemos a inventarla cada día, a cada piratería, a cada sexo de prostitutas en los barrios de Sullivan, inventamos nuestra llama, ardemos en el pavimento, quizá eso sea la libertad, quizá los fonemas envuelvan esto como el papel destraza a los tacos y dentro esté el perfume del cultivo, la mazorca en su hoja, el sí sin el no; el no sin el sí, el día sin Periférico, sin metro Hidalgo o Balderas, de una vez por todas y en paz y ya basta.

martes, 10 de junio de 2008

1.

Nunca brilló como hoy la calle ensalivada. Un martes maldito en que la señora, como era su comtumbre, salió a las diez en punto a alimentar a los mininos del edificio abandonado de la calle Hidalgo. Irónico, justo cuando en la tarde, al pasar por el lugar, había leído con sumo escepticismo: "Los que amablemente alimentan a los gatos, favor de llamar al teléfono 52-19-36-11 para la esterilización". Ahora resultaba que se podía solicitar a los vagabundos realizar llamadas telefónicas para impedir la explosión demográfica de los descendientes de Don Gato. Como bien explicó la señora, se trataba de mantener el número suficiente de felinos como para eliminar la plaga de ratas y satisfacer la faunoaltruista necesidad de varios vecinos. De otro modo nacían docenas de gatitos desamparados, infestados de liendres, pulgas, un séquito de rabiosos destinados a la corta vida que nada servían para eliminar a los roedores, y que nadie llevaría para su casa, ni alimentaría por las noches. "Aunque es cruel, hay que llevar a las gatas cuando están panzonas", y finalmente, el aborto de los mamíferos cuadrúpedos era menos mal visto que el de los bípedos, y además, había sido legalizado primero. Muchos meses antes de aquél otro martes maldito en que hubo una oveja negra en la sala de parto, ensalivado también por la lluvia, brillante como el terror concregado en las pupilas.

Fue en el Hospital General de Ticomán cuando, unos meses después de la legalización del aborto, la internaron para legrado urgente. La dosis de pastillas que le habían medicado dos semanas antes no habían dado resultado, por lo cual el feto muerto que llevaba consigo debía ser extirpado con urgencia. Pasaron casi dos días para que el legrado fuese realizado. Resultó que las pastillas se agotaron y había que dilatar el cuello de su útero antes de poder incursionar en su matriz y retirar al difunto. Finalmente, nadie sabía a qué departamento correspondía el caso: unos decían que a los del ILE –Interrupción Legal del Embarazo–, otros que a urgencias, otros que a ginecobstetricia. Así que la paciente presenció unos cuantos partos, vio panzas aterrizar a la sala, las vio partir vacías y esuchó a los recién nacidos llorar de espanto. Lo vió todo, ahí en el extremo de la sala y recostada en una camilla sin dolor, su inquietud la incitaba a preguntar, a observar, a memorizar con detalle los procedimientos previos al parto. La revisión del dilatado del cuello de la matriz fue quizá lo más soprendente. Cada media hora los médicos de guardia, tras romper una bolsita de plástico, adecuaban el latex a sus manos y exploraban sin temor a las grutas del porvenir humano. Repartían números aparentemente científicos y tan arbitrarios a la vez, un dos un cinco, un cinco ya está listo para parir. Y así pasaron las horas mientras los doctores acordaban a quién correspondía ese fracaso del nuevo programa gubernamental.