martes, 11 de noviembre de 2008

De caballeros y caballerizas

Apenas existió una mesa redonda, los caballeros tallaron sus arcos a barrigazos y salivas, mástiles de cebada, puños retóricos, a talones pedestres y lanzas por encima de sus crines. Relinchando usurparon la dicha y una vez que conquistaron el sueño, su forma en poliedro devino.
Ahora en los autobuses relinchan los asientos y tintinean espuelas de tornillos con cabezas rajadas, perturbados, como sus jinetes. Ahí una madre ordena a sus pequeños se recuesten frente a ella sobre dos potrillos; y con ejemplar maestría se montan en el equino moderno: pierna sobre pierna, los brazos acariciando las herraduras, el respaldo del ecuestre bajo una ventana y un anuncio: “la mejor educación para tus hijos”. Una mano mima a la bebita recostada sobre la silla de junto; sus hijos domeñan a la bestia frente a ella, analfabeta por evasión. Entre tanto una maleta choca contra el pie de la dama, como a un mula la lleva un mimo, aun maquillado. Ora un llanero estornuda, otro sonríe y el sujeto polvorón dibuja una sonrisa invertida en su rostro: porta un diamante bajo las pestañas, rocío de remembranza. La bebita llora, y el conductor es mudo; y el vagabundo a bordo, con hollín en las uñas y calcio en la lengua que sólo ha servido para mal decir, no deja de balbucear y rascarse el cráneo. La noche está quieta, impera azul cobalto y yacen pecas de cal, esos ciegos ancestrales que ignoran el ritmo de nuestros roces.
Como el anuncio, la mesa redonda tildó su carácter. La madera henchida por la humedad y el tiempo, el pegamento disuelto por el sopor de mediodía, la superficie tatuada por navajas, dagas y escupideras, y la traza de una llave. Es el mudo detrimento. Es la ceguera proveedora de encanto a los párpados sosegados por la gris escala del concreto y los cromos moribundos. La sordera de estalagmitas que han sido talladas, como la curvatura de la mesa. Caballeros de un acordeón que aúlla, chirriante contra la luna, como el madero que lija un carpintero, atrás adelante, un lado, el otro; monótono, como la barriga del sir que besa la mesa y la espuela que graba al potrillo, se impone el silencio.
Se camina tallando las sienes de un núcleo que respira, domando poros, asfixiando el etéreo canto de sus aires, ajando la tierra; laja para el escultor de su tragedia, laja de ríos subterráneos que la belleza atesoran. Cegados por el sol, encandilados por su tierna persistencia, el suelo se torna una mota difusa y el paisaje se bosqueja de engranes pétreos, de sembradíos sobre el misterio de la sombra; los mismos que cosecha la usanza, indiferente al tomar para sí los frutos majados. Ofuscado por la maravilla, acaece el hombre en el hábito de pisar suelo pisado, tallar la mesa, habitar láminas sobre ruedas; caballeriza que se monta por las noches con la espalda corva, la mugre entre pliegues, las suelas atestadas de memoria y la calva rancia de luz. La misma caballeriza donde cabalgan las testas y rastrean al amanecer una cava repleta de manjares.


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