martes, 10 de junio de 2008

1.

Nunca brilló como hoy la calle ensalivada. Un martes maldito en que la señora, como era su comtumbre, salió a las diez en punto a alimentar a los mininos del edificio abandonado de la calle Hidalgo. Irónico, justo cuando en la tarde, al pasar por el lugar, había leído con sumo escepticismo: "Los que amablemente alimentan a los gatos, favor de llamar al teléfono 52-19-36-11 para la esterilización". Ahora resultaba que se podía solicitar a los vagabundos realizar llamadas telefónicas para impedir la explosión demográfica de los descendientes de Don Gato. Como bien explicó la señora, se trataba de mantener el número suficiente de felinos como para eliminar la plaga de ratas y satisfacer la faunoaltruista necesidad de varios vecinos. De otro modo nacían docenas de gatitos desamparados, infestados de liendres, pulgas, un séquito de rabiosos destinados a la corta vida que nada servían para eliminar a los roedores, y que nadie llevaría para su casa, ni alimentaría por las noches. "Aunque es cruel, hay que llevar a las gatas cuando están panzonas", y finalmente, el aborto de los mamíferos cuadrúpedos era menos mal visto que el de los bípedos, y además, había sido legalizado primero. Muchos meses antes de aquél otro martes maldito en que hubo una oveja negra en la sala de parto, ensalivado también por la lluvia, brillante como el terror concregado en las pupilas.

Fue en el Hospital General de Ticomán cuando, unos meses después de la legalización del aborto, la internaron para legrado urgente. La dosis de pastillas que le habían medicado dos semanas antes no habían dado resultado, por lo cual el feto muerto que llevaba consigo debía ser extirpado con urgencia. Pasaron casi dos días para que el legrado fuese realizado. Resultó que las pastillas se agotaron y había que dilatar el cuello de su útero antes de poder incursionar en su matriz y retirar al difunto. Finalmente, nadie sabía a qué departamento correspondía el caso: unos decían que a los del ILE –Interrupción Legal del Embarazo–, otros que a urgencias, otros que a ginecobstetricia. Así que la paciente presenció unos cuantos partos, vio panzas aterrizar a la sala, las vio partir vacías y esuchó a los recién nacidos llorar de espanto. Lo vió todo, ahí en el extremo de la sala y recostada en una camilla sin dolor, su inquietud la incitaba a preguntar, a observar, a memorizar con detalle los procedimientos previos al parto. La revisión del dilatado del cuello de la matriz fue quizá lo más soprendente. Cada media hora los médicos de guardia, tras romper una bolsita de plástico, adecuaban el latex a sus manos y exploraban sin temor a las grutas del porvenir humano. Repartían números aparentemente científicos y tan arbitrarios a la vez, un dos un cinco, un cinco ya está listo para parir. Y así pasaron las horas mientras los doctores acordaban a quién correspondía ese fracaso del nuevo programa gubernamental.